El simbolismo y la íntima fotografía en «El cuento de la criada»
Mucho se ha hablado de El cuento de la criada (HBO), la serie distópica que este junio estrenó su tercera temporada. Con el machismo y el heteropatriarcado como ejes principales de la ficción, resulta difícil no incomodarse con la trama de la serie, y es que la opresión hacia la mujer y la violencia convierten El cuento de la criada en una historia dura, impactante, pero lo que es peor: no tan lejana de lo que podría ser realidad. Tal vez por esto sea «fácil» empatizar con las protagonistas e indignarse por lo que tienen que afrontar, pero más allá de la trama de esta serie -que por cierto se estrenó en 2017, el mismo año en qué Donald Trump logró la presidencia-, toca hablar de la fotografía que consigue adentrarnos de forma magistral a la República de Gilead (Estados Unidos en la ficción).
Nada es casualidad en El cuento de la criada: ni la decoración, ni la luz, ni el vestuario. Sobre éste último, el primer detalle que cabe mencionar es el rojo de las criadas y el verde de los teócratas que han tomado el poder. En todas las escenas de Gilead siempre habrá un toque rojo y uno azul verdoso. Es un recurso narrativo que ayuda al espectador a entender que siempre hay dos bandos, opresores y oprimidos, representativos de la realidad en este país ultrarreligioso, resultado de una Segunda Guerra Civil americana donde las mujeres fértiles -«criadas»- son obligadas a la servidumbre sexual con el fin de engendrar niños y unos políticos teócratas son los que toman el poder.
Sin embargo, en la tercera temporada el rojo -que representa la fertilidad de las criadas- se vuelve más brillante a criterio de la responsable de vestuario, ya que según ha explicado en los medios, pasa a ser la representación de la ira y el amor. Hay más colores, todos ellos con simbología, que sirven para cargar de significado implícito la imagen ante los espectadores: las «hijas» siempre aparecen con ropa blanca, color de la inocencia y la pureza; las «tías», que son las que controlan las criadas, visten el marrón y recuerdan el uniforme de cualquier cuerpo policial o militar; finalmente las «marthas», las trabajadoras del hogar, visten un verde oscuro y apagado.
Un recurso fenomenal y rápido de identificar gracias a la fotografía son los flashbacks que aparecen a lo largo de las temporadas. Si bien «el presente» es representado con poco contraste, imagenes luminosas saturadas de blancos, rojos y verdes, movimientos lentos de cámara y primeros planos, en «el pasado» cambia el tratamiento de colores, la composición, la luz, el encuadre y hasta el ritmo de la trama. En los flashbacks, la narración no está tan tratada, por lo que el espectador puede entender que lo que en la serie es el pasado, es presente para él, ya que la imagen asemeja a cómo vemos la realidad.
La serie -una adaptación de la novela de 1985 Margaret Atwood- destaca por su poca luz, con la finalidad de crear este ambiente íntimo, silencioso, frío y hostil. Son frecuentes las escenas con contraluces y poco iluminadas, pero la poca luz que hay sirve para señalar directamente al punto en el que el espectador debe posar su mirada.
Cada detalle está mimado hasta el final en El cuento de la criada. La soledad y el miedo pueden percibirse desde el inicio de la serie gracias también al encuadre. En la distópica República de Gilead abundan los primeros planos, en los que puede verse el sufrimiento y la locura que alcanza a veces Defred (Elisabeth Moss) con su enorme expresividad. En cambio los flashbacks son mucho más narrativos, planos abiertos y más velocidad tanto con los movimientos de cámara como en la propia acción de los protagonistas.
El cuento de la criada no deja a nadie indiferente. Apta para personas dispuestas a reflexionar e incluso a replantearse a sí mismas en el presente, es una obra magistral que ha conseguido captar la esencia de la novela original de Atwood.